Esta mañana te vomité. Ya sentía que estabas por salir: mi cuerpo se retorcía de dolor y quería ser feto. Caminé por el suelo frío de mi habitación y cuando mis pies sintieron la tierra seca vos ya estabas en mi garganta. Levé mis rodillas al suelo, reduje mi ego, y mis manos se aferraron a las grietas. Mis ojos comenzaron a lagrimear mientras mi boca abierta vibraba con cada contracción doliente. Ya no te quería, no más: eras náuseas. El rechazo reinaba en mi carne. Tus manos abrieron mi garganta dilatando el dolor; se aferraron a mis labios para salir. Lo primero que vi fueron tus uñas sucias de bilis: salieron por mi boca buscando qué rasgar. Le siguieron tus manos grandes pero finas y tus brazos, esos que solían abrazarme. Y después vinieron tus ojos grandes de sorpresa y tu saliva abundante, tu cuerpo lánguido, tu sexo tuyo, tus huesos blandos y tu piel delgada. Fuiste breve, un vómito breve pero que hirió como si de un órgano me estuviese despidiendo. Y cuando ya no estabas en mí, y te vi arrastrarte por el suelo cubierto de bilis, entendí. Fuiste indigerible, intervenido por la práctica de un aborto bucal vomitivo; fuiste tan sólo un intruso entre mis órganos.
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